martes, 1 de marzo de 2016

De fantasías y laberintos (Slam de Poesía Oral Entre Ríos - Febrero 2016)


"Andábamos sin buscarnos, 
pero sabiendo que andábamos para encontrarnos..." 
(Julio Cortázar, fragmento de "Rayuela")

Me enamoré por primera vez a los siete años. Fue de una compañerita de escuela en Rosario del Tala, mi pueblo natal. Morocha, linda sonrisa, fulgor en la mirada, dos coleros en el pelo, cuello de tortuga en invierno y piernas descubiertas en verano. Recuerdo mis innumerables esfuerzos para llamar su atención. Durante meses ensayé diferentes estrategias: ramos de rosas, jazmines, chocolates, manuscritos de puño y letra. Esfuerzos que finalmente no darían resultado. 

Así, con apenas siete años se configuraría mi primer desamor. El paso del tiempo me ayudó a entender algunas cosas. Que la no correspondencia es una especie de accidente y que -como cualquier accidente- puede ocurrir y suele ser doloroso. Pero que también es un aprendizaje que se debe transitar. Y es en ese tránsito donde aprendemos que tampoco es algo tan terrible, y que no se nos va la vida en un desaire.

Entonces me fui poniendo grande. Y ya en mi adolescencia, un día fresco de abril, sentado al pie del eucaliptus que decoraba el patio de la casa de mis viejos, empecé a fantasear sobre el amor, sobre cómo sería el amor para mí, qué forma tendría. Entonces flashee que el amor tendría pelo oscuro y una edad parecida a la mía. Que sentiría debilidad por el cine y las películas. Que sabría tocar la guitarra. Que pasaríamos tardes enteras escuchando Spinetta y Los Beatles. Que le encantarían los amaneceres, el otoño sería su estación favorita, y además sabría hacer medialunas caseras. 

Pero la vida real tiene más vueltas de tuerca que nuestras fantasías. Y ese amor finalmente se materializó por primera vez en mi vida pisando los 20. Pero aquel amor no tenía pelo oscuro, ni tampoco mi edad. Ni siquiera vivíamos en la misma ciudad. Ella no escuchaba Los Beatles ni a Spinetta. Ese amor disfrutaba mucho dormir, pasaba de largo los amaneceres, y desconocía la receta para hacer medialunas caseras. Pero ese amor, de ojos rasgados y sonrisa plena, creaba mundos y caricias adictivas. Rebosaba una ternura inocente y promesas de eternidad. Aquel amor equilibraba felicidad, miradas hipnóticas y cierta melancolía que hubiera inspirado guiones del mismísimo Woody Allen. A pesar de todo no fue sencillo. El correr de los meses y la dificultad para vernos comenzó a enrarecer esa atmósfera de sol radiante, llegaron los días grises y un invierno que enfrió todo a su paso. El amor se fue apagando. Ese amor cambió. Y un día, así como supo llegar a mi vida, aquel amor se fue, llevándose partes de mí. Esa autenticidad propia de un amor genuino dejaría sensaciones únicas que, instintivamente, buscaría repetir hacia adelante. 

Pero tocaba seguir caminando con esa cicatriz a cuestas. Y me fui a estudiar a Santa Fe. Era otra época. Vinieron años de relaciones largas y tormentosas. Relaciones de pelo morocho, rubio, rojizo, que recitaban poemas de Rimbaud, cuentos de Borges y textos de García Lorca. Relaciones de afectos intensos y simbióticos, que moldearon una parte importante de la persona que veo cuando miro el espejo. Pero en cada caso, el transcurso de los meses le abría lugar a la oscuridad, a los celos, a formatos posesivos y asfixiantes. El amor se alejaba una y otra vez. Y aquel flasheo al pie del eucaliptus de la casa de mis viejos se iría poco a poco desvaneciendo.

Entonces terminé la facultad a duras penas. Decidí refugiarme en la profesión, pegué laburo en un estudio austero, en calle Saavedra y Santiago. Pero la frustración seguía siendo grande. Con el correr de los años vinieron las preguntas, los autoreproches, y la amarga pero sólida percepción de haber estado viviendo equivocado, empecinado en una ilusión que la cotidianidad, la rutina y mis mambos se encargaban de dinamitar siempre y en cada oportunidad. Y cuando la falta de respuestas parecía meterme en un laberinto, el timbre del Whatsapp saludaba a Copérnico y mi vida daba un giro con el mismo nombre própio. Del laberinto se sale por arriba, dicen, y quince años después de aquello inolvidable, aquel amor de mis veinte, ella reaparecía igual de hermosa que como la recordaba. Pero ese amor había crecido, hablaba con otras palabras, olía distinto y escuchaba Spinetta. Leía a Lacán, Galeano y Dickens, tenía un pearcing en el obligo, no se llevaba bien con sus caderas, y se veía increíble en lencería. Dejamos de chocar los dientes al besarnos, y nadie pudo jamás acurrucarse como nosotros.

Quizá el amor, ese amor igual pero distinto, haya sido la escalera para salir del laberinto. Y en eso reside algo verdaderamente maravilloso. Y es el caer en cuenta que el amor no avisa cuándo llegará a nuestra vida, ni cómo. El amor no toca nuestra puerta, ni nos hace una llamada perdida para advertirnos que viene en camino. El amor es caprichoso, una especie de desencuentro perfectamente orquestado. El amor es sentir que se pueden crear mundos dentro de este mundo. 

Por eso, cuando tengamos el amor frente a frente, abracemoslo. Abracemoslo fuerte y no lo soltemos hasta que sea el momento exacto de hacerlo. Porque un amor verdadero es aquel que vivimos dispuestos a perderlo, ese que llega a nuestras vidas de manera inesperada y se retira, también, inesperadamente. Entonces, cuando el amor llegue abracemoslo fuerte. Y cuando llegue el momento de soltar, cada vez que esto suceda, respiremos profundo, miremos al cielo y susurremos al viento: “Gracias por haber venido”.


@JoaquinitoAzcu
Slam de Poesía Oral Entre Ríos – Paraná  
Febrero 2016