La historia y sus repeticiones. Tenia razón el inefable Carlitos Marx, cuando decía que la historia y sus
repeticiones se dan, primero, en formato de tragedia y luego como
farsa. Todos pareciéramos terminar respondiendo al discurso que baja
desde los medios hegemónicos, que intenta hacernos creer que la
historia de la especie es la historia de la violencia. Y solo eso.
Ya mucho se escribió sobre el pibe
rosarino, David Moreira, asesinado por una horda brutal,
deshumanizada, cobarde. No viene al caso repetir palabras. En todo
caso mi idea es compartir con ustedes cual fue la asociación que
hizo mi cabeza ante la irrupción mediática de los linchamientos
públicos a “ladrones”, “choros”, “malvivientes”, que
este país de tan buena gente pareciera empezar a tomar como práctica
cotidiana.
Un escritor olvidado, un bohemio, un
peronista, alma genial y sobreabundante, el genial escritor
neobarroco Osvaldo Lamborghini, publicaba en 1973 un texto revulsivo,
provocador, “El niño proletario”. Recuerdo que lo leí por
primera vez allá, por Enero de 2005. Tenía apenas 24 años, y al
día de hoy no puedo borrarlo de mi cabeza (aclaro, para quienes sean
impresionables, no recomiendo leerlo).
Por estos días, el caso de barrio
Azcuénaga lo rescato nuevamente de mis recuerdos, y creo pertinente
compartirlo. Porque seguramente el gran osvaldo, con su prosa
inigualable podrá hacernos reflexionar mucho sobre de dónde
venimos, y hacia dónde estamos yendo.
Saludos, tómense quince minutos, lean
el texto. Piensen.
@JoaquinitoAzcu
Santa Fe, 31 de marzo de 2014
El niño proletario
Desde que empieza a dar sus
primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las
consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza
que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia
alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al
mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el
autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la
parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su
miseria.
Me congratulo por eso de no ser
obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.
El padre borracho y siempre al
borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de
pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas.
Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en
tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca
termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su
hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre,
que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el
fiado.
En mi escuela teníamos a uno, a un
niño proletario.
Stroppani era su nombre, pero la
maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A
rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que,
filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus
explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.
Evidentemente, la sociedad
burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba, esa
larva criada en medio de la idiotez y del terror.
Con el correr de los años el niño
proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una
cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el
irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través
de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de
sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede
la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a
una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca
llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños
proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se
completa.
¡Estropeado!, con su pantaloncito
sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el
brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños
burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
La execración de los obreros
también nosotros la llevamos en la sangre.
Gustavo adelantó la rueda de su
bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de
parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué
nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos
aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las
monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado!
nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror
oh por ese color blanco de terror
en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo
aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros
palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado
color.
A empujones y patadas zambullimos a
¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de
bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en
aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de
agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio
triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el
brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó
a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por
miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico
placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia
abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida.
Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio
con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.
No desfallecer, Gustavo, no
desfallecer.
Nosotros quisiéramos morir así,
cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama
a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol,
exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros
venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.
Porque el goce ya estaba decretado
ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador
de trapo gris, mugriento y desflecado.
Esteban se lo arrancó y quedaron
al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño
proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de
un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien
se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el
cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la
edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él
primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya
del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la
sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y
el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el
acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó
primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el
amor.
Esteban y yo nos conteníamos
ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de
ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en
las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos
que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni
siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro
por la mano fuerte militari de Gustavo.
A Esteban se le contrajo el
estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo
del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto
de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me
agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi
hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones.
Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con
el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba
en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien
por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero
placer.
Esteban y yo nos precipitamos sobre
el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito,
fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de
soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le
corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los
pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos,
correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no
quería penetrarlo por el ano.
—Yo quiero succión —crují.
Esteban se afanaba en los últimos
jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de
¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me
lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la
tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol
menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en
la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó
al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus
huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso,
crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro,
mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice
un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos,
dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía
escabullirse literalmente en la tardanza.
Gustavo pedía a gritos por su parte un
fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia
fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de
su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo
entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo
se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo
los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera
a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos
iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa
que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y
afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo
miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista,
bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista
donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una
esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces
sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años
después, mi primera y trémula eyaculación.
Porque la venganza llama al goce y el
goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en
ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su
punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi
lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara
augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un
collar en el cuello. Justo ahí.
Descansaba Esteban mirando el aire
después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de
¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie.
En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de
raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas
encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota,
intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su
momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo
de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el
estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos
golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de
contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché.
Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco
dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué
tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca
orden:
—Habrás de lamerlo. Succión—
¡Estropeado! se puso a lamerlo.
Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el
placer.
A otra cosa. La verdad nunca una
muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es
que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un
claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que
se extendía para mi crujir.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero también vendrá por mí. Mi
muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo
memoria.
Desde la torre fría y de vidrio .
De sde donde he con templado después el trabajo de los jornaleros
tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida
como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban
con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana,
aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer
nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó
nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.
Desde este ángulo de agonía la
muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y
natural. Es un hecho perfecto.
Los despojos de ¡Estropeado! ya no
daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo.
Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una
sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva
precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un
hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la
cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo.
Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de
una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo
de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No
podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el
punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo.
Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se
posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.
—Ahora hay que ahorcarlo rápido
—dijo Gustavo.
—Con un alambre —dijo Estebanñ
en la calle de tierra don de empieza el barrio precario de los
desocupados.
—Y adiós Stroppani ¡vamos!
—dije yo.
Remontamos el cuerpo flojo del niño
proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre.
Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del
alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de
estrangulación.
(Extraído del libro “Sebregondi
Retrocede”. Osvaldo Lamborghini, Ediciones Noé, Buenos Aires,
Septiembre de 1973)