Semblanza
de aquel acoso
El
ruido se sintió seco, secuenciado, repetido de a pares: toc-toc,
toc-toc, toc-toc. Me
preguntaba quién podía golpear la puerta de esa manera. Pensé en esa constante que gobierna el universo: a toda causa sobreviene un efecto, a toda acción una reacción. Y la
vehemencia de ese llamado parecía un preanuncio. Una advertencia de
que había llegado la hora de pagar los platos rotos de ese
cumpleaños metafórico que se estaba terminando. Como si quien
estuviera golpeando detrás de esa puerta fuera el karma.
Mi
historia con ella comenzó hace un tiempo atrás, durante aquel
invierno incisivo. El recuerdo de nuestro primer contacto es difuso,
quizá porque mi inconsciente selectivo y traidor haya hecho gran
esfuerzo en reprimirlo, pero de algo estoy seguro: Ella empezó
apareciéndose en mis noches. Pasado un tiempo y sin siquiera darme
cuenta también se hizo parte de mis mañanas, se atrevió a
interrumpir el rito sagrado de la siesta, se haría de mis tardes,
hasta convertirse en factor disruptivo de mis sueños. Fue avanzando
lentamente. Como una suerte de invasión silenciosa que escalaba
posición tras posición.
El
tiempo siguió transcurriendo y la cosa se fue poniendo más espesa.
Ustedes saben, vivimos épocas extrañas, épocas gobernadas por
palabras extravagantes, grotescas. E-mail, Whatsapp, Chat, Tinder,
Badoo. Y el correr de los días hizo que todo aclare y oscurezca
simultáneamente, porque estas apariciones abrumadoras e incansables,
terminaron por hacer síntoma en esa sub-especie de acoso en boga por
éstos días: el hostigamiento textual. Así, en breve, mi celular
dejó de ser solo mi celular para pasar a convertirse en una suerte
de arma de uso prohibida expresamente por la Convención de Ginebra.
Y ya lo preocupante no fue más su evidente pulsión neurótica
vehiculizada en una avalancha irrefrenable de mensajes de textos,
ventanitas de diálogo, y diferentes interpelaciones en formato de
escritura, sino la manifiesta incapacidad para identificar lineas
divisorias entre amor, obsesión, locura y co-dependencia emotiva.
Los
acontecimientos llegaron a precipitarse de tal manera que pronto dejó
de tener sentido intentar escapar, ella siempre se haría de algún
artilugio para encontrarme, la manera de volver a sujetarme,
situación que alimentaba un confuso sentimiento de culpa y hacía
mella en la convicción de que -quizá- eso que me tocaba, eso que
estaba aconteciendo, era mi karma. Debía serlo. El karma de llevar a
cuestas y por tiempo indefinido a una acosadora serial. A una
relación platónica, que se resistía a entender que el amor, al fin
y al cabo, es hacer fuego con ramas húmedas. Era la profecía
autocumplida hecha carne, concreción fáctica de esa máxima que
siempre creí irrefutable: “Merecerás cada cosa que te suceda”.
Y si el revoloteo de una mariposa en Pekín es capaz de provocar un
tsunami en Manhattan, esto se parecía mucho a una condena ancestral
que intentaba cobrarse con retroactivos el daño colateral inflingido
en cada uno de mis amoríos. El asedio llegó a tal punto que la
atmósfera se tornó irrespirable, y era hora de poner un corte. No
fue fácil, debí ser cruel. Me vi obligado a serlo poniendo esta
semblanza en palabras y, prácticamente, forzándola a leerla.
Así
vinieron días oscuros, de fría venganza y soledad hospitalaria.
Apeló a los recursos más viles que tuvo a su alcance para
desacreditarme. Me acusó infinitamente de muchas cosas: de ser parte
de la Sinarquía Internacional, miembro de la Francmasonería,
propagador del Sionismo, agente encubierto del Estado Islámico, y
puntero del PRO en la Comuna 14 de la CABA. De estar gordo, pelado,
de tener la dentadura a la miseria, un testículo menos y un pezón
de más. Y lo doloroso no era escucharla vociferar públicamente
improperios a destajo, sino ser consciente de que algunas o muchas de
esas cosas eran ciertas. Infructuosamente intente acercarme, intente
explicarle que no debía tomase esa molestia, que bastante sabía de
fracasar solo y sin ayuda de nadie. Pero era tarde.
Pasó
ya un tiempo largo desde sus últimos arrebatos. Me siento raro,
quién lo diría. Quizá fue acertado su vaticinio de que tarde o
temprano terminaría extrañándola. Es que vivimos engañados
pensando que el tiempo cura las heridas, y en realidad el tiempo no
cura nada. El tiempo es, en si mismo, la herida. La historia
relatada, por vulgar y ordinaria que sea, dejó secuelas, me hizo
acreedor de un capital sólido en miedos y frustraciones. Debí
refugiarme en la poesía, eso probablemente haya salvado mi vida.
Como supo decirle aquel cartero a Neruda “La Poesía no es de
quien la escribe, sino de quien la necesita”.
Ahora,
pasado el temporal, creo haber encontrado una cierta calma. Y
créanme, es aterradora. Aquel ruido seco, secuenciado y repetido de
a pares en la imaginaria puerta de mi casa resonará en mi cabeza por
mucho tiempo. Fue mi karma. Lo era. Y muy merecido lo tuve.
@JoaquinitoAzcu
Grand
Slam de Poesía Oral – Copa Feria del Libro
Santa
Fe, 20 de Septiembre de 2015.
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